Wednesday, July 25, 2007

El Barbecho The Fallow Ground

“…pónganse a labrar el barbecho! ¡Ya es tiempo de buscar al Señor!, hasta que él venga y les envíe lluvias de justicia”.
Oseas 10:12


Aquí hay dos tipos de tierra: la denominada barbecho* y la que ha sido labrada y quebrantada por el arado.

El barbecho es creído, pagado de su suerte, se siente seguro y protegido del golpe del arado y la agitación del escarificador. Dejado al abandono año tras año, acaba convirtiéndose en un lugar muy conocido y familiar para el cuervo y la urraca azul. Si fuera inteligente, se sentiría muy satisfecho por su reputación, pues tiene estabilidad, la naturaleza lo ha adoptado y puede dar por sentado que siempre será igual. Los campos de alrededor cambian de marrón a verde y nuevamente vuelven a verde. Seguro y sin ser molestado, se tiende perezosamente a la luz del sol. Es la imagen de una satisfacción adormecida.

Pero paga un costo terrible por su tranquilidad: nunca ve el milagro del crecimiento; nunca siente el movimiento de una vida que va en aumento. No ve la maravilla de la semilla que revienta, ni lo hermoso del cereal que madura. Nunca podrá conocer el fruto porque teme el arado y el escarificador.

Lo opuesto es el terreno cultivado que se rinde a la aventura de vivir. La puerta del cerco protector ha sido abierta para dejar entrar el arado, y éste actúa como suelen hacerlo los arados, que son prácticos, crueles, metódicos, eficientes y se mueven apresuradamente. La paz y tranquilidad se han hecho trizas con los gritos del campesino y el ruido de la máquina. El campo siente las tribulaciones del cambio: ha sido afectado, puesto de cabeza, maquillado y quebrantado, pero la recompensa llega duramente en medio de estas labores.

La semilla brota y se estira hacia la luz del día como un milagro de la vida, con curiosidad, explorando un mundo nuevo sobre ella. La mano de Dios está obrando en todo el campo en el antiquísimo y renovado servicio de la creación. Nacen cosas nuevas, crecen, maduran y cumplen la gran profecía latente en la propia semilla cuando entró en la tierra. Las maravillas de la naturaleza siguen el arado.

Estos son dos tipos de vidas también: la vida barbecha y la vida arada. Para ver ejemplos de la vida barbecha no tenemos que ir muy lejos. Hay demasiados a nuestro alrededor.

El hombre de la vida barbecha está contento consigo mismo y con el fruto que antes llevaba. No quiere ser perturbado. Sonríe con una superioridad intolerante cuando escucha de avivamientos, ayunos, auto evaluaciones y de la congoja de llevar fruto y esperar por él. El espíritu aventurero se ha muerto en su interior.

Él es constante, “fiel”, siempre en el lugar de costumbre (como el terreno antiguo) moderado, es un lugar muy conocido y familiar en su pequeña iglesia. Pero no lleva fruto. La maldición de aquella vida es que permanece fija en tamaño y contenido. Es lo que es y nada ni nadie la cambiará. Lo peor que se podría decir de un hombre así es que será lo que hoy es. Ha cercado su vida y se ha puesto dentro del cerco, dejando a Dios y el milagro afuera.

La vida arada es aquella que, gracias al arrepentimiento, ha tumbado los cercos protectores y ha puesto el arado de la confesión en su alma. La exhortación persistente del Espíritu, la presión de las circunstancias y la aflicción de una vida sin fruto se han unido para humillar totalmente el corazón.

Una vida así ha puesto al lado las defensas y rechazado la seguridad de la muerte para encontrar el peligro de la vida. El descontento, el anhelo, la contrición, la obediencia valiente a la voluntad de Dios, todo esto ha magullado y quebrantado la tierra hasta que nuevamente esté lista para recibir la semilla. Y como siempre, el fruto sigue el arado. La vida y el crecimiento comienzan mientras que Dios manda su “lluvia de justicia”. El hombre así puede testificar que “la mano de Dios estaba sobre mí”.

En correspondencia a estos dos tipos de vida, la historia religiosa muestra dos fases: la dinámica y la estática.

Los tiempos dinámicos fueron aquellos tiempos heroicos cuando el pueblo de Dios se animó a hacer la voluntad de Dios y sin temor llevaba su testimonio al mundo. Cambiaron la seguridad de la inacción por los peligros del progreso inspirado por Dios. Invariablemente, el poder de Dios seguía esa acción. El milagro de Dios iba y seguía a su pueblo, y se detenía cuando el pueblo dejaba de progresar.

Los periodos estáticos ocurrieron cuando el pueblo se cansaba y buscaba una vida de paz y seguridad. Se preocupaban por mantener las ganancias de los tiempos de valentía cuando el poder de Dios se manifestaba en medio de ellos.

La historia bíblica está repleta de ejemplos. Abraham salió en su gran aventura de fe y Dios salió con él. Revelaciones, apariciones divinas, el regalo de la tierra palestina, los pactos y las promesas de bendiciones riquísimas por venir fueron los resultados. Luego, Israel bajó a Egipto y las maravillas cesaron por cuatrocientos años. Al final de este periodo, Moisés escuchó el llamado de Dios y desafió al opresor. Un torbellino de poder acompañó el desafío e Israel comenzó a marchar. Mientras Israel se atrevía a marchar, Dios enviaba sus milagros como un abre trochas. Cuando Israel se echaba, como los campos a su alrededor, Él cerraba el caño de las bendiciones y esperaba hasta que el pueblo se levantara de nuevo para clamarle por su poder.

Este es un bosquejo breve pero justo de la historia de Israel y también de la iglesia. Mientras salían y predicaban “hasta los confines” el Señor obraba “confirmando la palabra con las señales que la seguían”. Pero cuando se retiraban a sus monasterios o jugaban a construir bonitas catedrales, el apoyo de Dios se retiraba hasta que un Lutero o un Wesley se ponían de pie para desafiar de nuevo al infierno. Entonces, invariablemente, Dios derramaba su poder como antes.

Esta ley opera en cada denominación, sociedad misionera, iglesia local y en cada cristiano. Dios obra mientras su pueblo vive una vida valiente. Él cesa de obrar cuando ya no requieren su amparo. En el momento que buscamos la seguridad fuera de Dios, vemos que ha sido para nuestra ruina. Construiremos una pared de dotaciones, reglamentos internos, prestigios, agencias múltiples para la delegación de nuestros deberes y la parálisis que se acerca sigilosamente llega inmediatamente. Una parálisis que sólo puede terminar en la muerte.

El poder de Dios sólo llega cuando ha sido llamado por el arado. Es dispensado en la iglesia sólo cuando ella hace algo que lo requiere. Cuando digo “hace” no me refiero a una simple actividad. La iglesia tiene bastante ajetreo pero en toda esta actividad se preocupa mucho por no tocar su barbecho. Tiene cuidado por restringir su ajetreo en los confines de una seguridad completa muy bien marcada por sus temores. Es por eso que no lleva fruto. Es segura pero dura como el barbecho.

Mira a tu alrededor hoy día y ve dónde están ocurriendo los milagros. Nunca pasan en los seminarios donde todo pensamiento es preparado por un alumno para ser recibido de segunda mano y sin ningún dolor; nunca en la institución religiosa donde la tradición y la costumbre hace mucho tiempo han hecho de la fe algo innecesario; nunca en la iglesia antigua donde placas conmemorativas enyesadas encima de los muebles testifican silenciosamente de una gloria pasada. Invariablemente, donde hay una fe audaz que lucha por avanzar contra toda probabilidad, ahí está Dios enviando apoyo desde “el santuario”.

En la sociedad misionera con que he sido asociado por muchos años, he visto que el poder de Dios obra en los lugares más alejados. Los milagros nos han acompañado en nuestros avances y han cesado cuando nos hemos permitido llegar a estar satisfechos y donde hemos cesado de avanzar. El decir que se cree en el poder no salva a un movimiento de la esterilidad. También debe haber una obra de poder.

Pero estoy más preocupado por el efecto que tiene esta verdad sobre la iglesia local y el individuo. Mira la iglesia donde antes el fruto abundante y regular era lo esperado, pero ahora hay poco o ningún fruto, y el poder de Dios parece estar en suspenso. ¿Cuál es el problema? Dios no ha cambiado y su propósito para la iglesia tampoco ha cambiado en ninguna manera. Es la iglesia la que ha cambiado.

Un poco de autocrítica revelará que la iglesia y sus miembros han llegado a ser barbecho. Han sobrevivido a sus primeras dificultades y ahora han llegado a aceptar un estilo de vida más cómodo. La iglesia está satisfecha al poder continuar con sus programas que no causan ningún dolor, con el dinero suficiente para pagar las cuentas y una membresía suficientemente grande para asegurar su futuro. Ahora los miembros esperar seguridad de la iglesia en vez de consejería en cuanto a la batalla entre lo bueno y lo malo. Ahora es una escuela en vez de un cuartel. Sus miembros son estudiantes en vez de soldados. Estudian experiencias ajenas en vez de buscar las propias.

El único camino al poder para una iglesia de este tipo es salir a escondidas y retomar el sendero de la obediencia rodeado del peligro. Su seguridad es su enemigo más peligroso y mortal. La iglesia que teme el arado escribe su propio epitafio. La iglesia que usa el arado camina hacia el avivamiento.

* Tipo de tierra para la labranza en la que no se siembra durante uno o más años, y como consecuencia de ello, se vuelve muy dura e infértil.





Break up your fallow ground, for it is time to seek the Lord, till he come and rain righteousness upon you. Hosea 10:12


HERE ARE TWO KINDS OF GROUND: fallow ground, and ground that has been broken up by the plow.

The fallow field is smug, contented, protected from the shock of the plow and the agitation of the harrow. Such a field, as it lies year after year, becomes a familiar landmark to the crow and the blue jay. Had it intelligence, it might take a lot of satisfaction in its reputation; it has stability; nature has adopted it; it can be counted upon to remain always the same while the fields around it change from brown to green and back to brown again. Safe and undisturbed, it sprawls lazily in the sunshine, the picture of sleepy contentment.

But it is paying a terrible price for its tranquility: Never does it see the miracle of growth; never does it feel the motions of mounting life nor see the wonders of bursting seed nor the beauty of ripening grain. Fruit it can never know because it is afraid of the plow and the harrow.
In direct opposite to this, the cultivated field has yielded itself to the adventure of living. The protecting fence has opened to admit the plow, and the plow has come as plows always come, practical, cruel, business-like and in a hurry. Peace has been shattered by the shouting farmer and the rattle of machinery. The field has felt the travail of change; it has been upset, turned over, bruised and broken, but its rewards come hard upon its labors.


The seed shoots up into the daylight its miracle of life, curious, exploring the new world above it. All over the field the hand of God is at work in the age-old and ever renewed service of creation. New things are born, to grow, mature, and consummate the grand prophecy latent in the seed when it entered the ground. Nature’s wonders follow the plow.

There are two kinds of lives also: the fallow and the plowed. For examples of the fallow life we need not go far. They are all too plentiful among us.

The man of fallow life is contented with himself and the fruit he once bore. He does not want to be disturbed. He smiles in tolerant superiority at revivals, fastings, self-searchings, and all the travail of fruit bearing and the anguish of advance. The spirit of adventure is dead within him.
He is steady, “faithful,” always in his accustomed place (like the old field), conservative, and something of a landmark in the little church. But he is fruitless. The curse of such a life is that it is fixed, both in size and in content. To be has taken the place of to become. The worst that can be said of such a man is that he is what he will be. He has fenced himself in, and by the same act he has fenced out God and the miracle.


The plowed life is the life that has, in the act of repentance, thrown down the protecting fences and sent the plow of confession into the soul. The urge of the Spirit, the pressure of circumstances and the distress of fruitless living have combined thoroughly to humble the heart.
Such a life has put away defense, and has forsaken the safety of death for the peril of life. Discontent, yearning, contrition, courageous obedience to the will of God: these have bruised and broken the soil till it is ready again for the seed. And as always fruit follows the plow. Life and growth begin as God “rains down righteousness.” Such a one can testify, “And the hand of the Lord was upon me there.”


Corresponding to these two kinds of life, religious history shows two phases, the dynamic and the static.

The dynamic periods were those heroic times when God’s people stirred themselves to do the Lord’s bidding and went out fearlessly to carry His witness to the world. They exchanged the safety of inaction for the hazards of God-inspired progress. Invariably the power of God followed such action. The miracle of God went when and where His people went; it stayed when His people stopped.

The static periods were those times when the people of God tired of the struggle and sought a life of peace and security. Then they busied themselves trying to conserve the gains made in those more daring times when the power of God moved among them.

Bible history is replete with examples. Abraham “went out” on his great adventure of faith, and God went with him. Revelations, theophanies, the gift of Palestine, covenants and promises of rich blessings to come were the result. Then Israel went down into Egypt, and the wonders ceased for four hundred years. At the end of that time Moses heard the call of God and stepped forth to challenge the oppressor. A whirlwind of power accompanied that challenge, and Israel soon began to march. As long as she dared to march God sent out His miracles to clear the way for her. Whenever she lay down like a fellow field He turned off His blessing and waited for her to rise again and command His power.

This is a brief but fair outline of the history of Israel and of the Church as well. As long as they “went forth and preached everywhere,” the Lord worked “with them,…confirming the word with signs following.” But when they retreated to monasteries or played at building pretty cathedrals, the help of God was withdrawn till a Luther or a Wesley arose to challenge hell again. Then invariably God poured out His power as before.

In every denomination, missionary society, local church or individual Christian this law operates. God works as long as His people live daringly; He ceases when they no longer need His aid. As soon as we seek protection out of God, we find it to our own undoing. Let us build a safety-wall of endowments, by-laws, prestige, multiplied agencies for the delegation of our duties, and creeping paralysis sets in at once, a paralysis which can only end in death.
The power of God comes only where it is called out by the plow. It is released into the Church only when she is doing something that demands it. By the word “doing” I do not mean mere activity. The Church has plenty of “hustle” as it is, but in all her activities she is very careful to leave her fallow ground mostly untouched. She is careful to confine her hustling within the fear-marked boundaries of complete safety. That is why she is fruitless; she is safe, but fallow.
Look around today and see where the miracles of power are taking place. Never in the Seminary where each thought is prepared for the student, to be received painlessly and at second hand; never in the religious institution where tradition and habit have long ago made faith unnecessary; never in the old church where memorial tablets plastered over the furniture bear silent testimony to a glory that once was. Invariably where daring faith is struggling to advance against hopeless odds, there is God sending “help from the sanctuary.”


In the missionary society with which I have been associated for many years. I have noticed that the power of God has always hovered over our frontiers. Miracles have accompanied our advances and have ceased when and where we allowed ourselves to become satisfied and ceased to advance. The creed of power cannot save a movement from barrenness. There must be also the work of power.

But I am more concerned with the effect of this truth upon the local church and the individual. Look at that church where plentiful fruit was once the regular and expected thing, but now there is little or no fruit, and the power of God seems to be in abeyance. What is the trouble? God has not changed, nor has His purpose for that church changed in the slightest measure. No, the church itself has changed.

A little self-examination will reveal that it and its members have become fallow. It has lived through its early travails and has now come to accept an easier way of life. It is content to carry on its painless program with enough money to pay its bills and a membership large enough to assure its future. Its members now look to it for security rather than for guidance in the battle between good and evil. It has become a school instead of a barracks. Its members are students, not soldiers. They study the experiences of others instead of seeking new experiences of their own.

The only way to power for such a church is to come out of hiding and once more take the danger-encircled path of obedience. Its security is its deadliest foe. The church that fears the plow writes its own epitaph; the church that uses the plow walks in the way of revival.

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